Quisiera en este escrito recuperar entre mis recuerdos de infancia la figura de mi padre Abel Guglielmino, quien construyó la farmacia “City Bell” junto a mi casa en la calle por aquel entonces, Cantilo esquina 4. En aquella época era la única farmacia que prestaba servicios inusuales en el mundo actual, ya que contaba con un laboratorio donde se preparaban remedios, recuerdo en ese espacio de alquimia viviente, los frascos de vidrio color ámbar con sus etiquetas blancas con borde azul, todavía conservo algunos; allí aparecían innumerables nombres, algunos indescifrables, con olores intensos; a medida que pasaron los años me resultaron cada vez más familiares. Se trataba de una mixtura extraña de nombres y aromas que mi padre con suma paciencia e idoneidad los mezclaba a veces utilizando un mortero de mármol, para aliviar dolencias, para curar heridas, para sanar cicatrices y curar enfermedades. Esos preparados desde mis ojos de niña me intrigaban, diría que tenían mucho de mágico, no eran como los otros remedios estáticos de las estanterías cercanas. Mi padre era sumamente ordenado, me sorprendían las etiquetas que ponía en cada estantería, las recuerdo enormes, esos muebles sólidos de una madera que dejaba ver sus vetas tan bellas y elegantes que daba gusto mirarlos en medio de una caja registradora muy ruidosa de metal, había otros estantes en lo que él llamaba el depósito, tal como estaban dispuestos los usaba con mi hermana y primos para jugar a las escondidas.
También recuerdo otro lugar que despertaba profunda curiosidad, era el cuarto de inyecciones, Lía López era una experta para colocarlas, me asustaban las jeringas que con mucho cuidado se esterilizaban en el laboratorio, las recuerdo de vidrio con grandes agujas, todo un rito previo a su utilización. Sin embargo, el sótano era el lugar más intrigante, que explorábamos descaradamente con mis amigas, emanaba mucho olor a remedios no muy gratos por cierto, lo maravilloso era percibir el escalofrío que provoca un lugar cerrado, oscuro, con esa escalera que nos brindaba la fantasía de encontrar algo que nos hiciera temblar de miedo, en realidad estaba repleto de cajas que luego se vertían en los grandes frascos mencionados.
Me encantaba en algunos juegos nocturnos cuando se cerraba la farmacia pesarme en la balanza, todavía existe y la utilizan quienes la compraron ¡cuántas personas pasaron por ella!..., esa precisión y exactitud puesta bajo sospecha por algunos. También acude a mi memoria, el ruido intenso de la persiana que metódicamente mi padre abría y cerraba en el horario exactamente previsto, pensar que se levantaba y bajaba con una gruesa cadena, este ruido se mezclaba muchas veces con el sonido del tren que nítidamente llegaba a cinco cuadras de distancia.
Qué tiempos aquellos!!!... los desvelos de mi papi con el servicio nocturno, su responsabilidad ante los problemas de salud, muchos vecinos se animaban con toda confianza a golpear la puerta de mi casa, los límites de lo privado no eran como los de ahora, los vecinos acudían con sus temores, necesidades, buscando alivio, no era un trato impersonal, distante sino todo lo contrario, porque existía un profundo sentido comunitario que marcaba las relaciones sociales, se trataba del vecino conocido, sus historias, sus vivencias, formaban parte de un mundo cotidiano que contribuía a forjar nuestras identidades con un sentimiento profundo de lazo social.
Al evocar estas experiencias aparece la figura de mi padre comprometido y orgulloso de ejercer su profesión. Estas imágenes nítidamente forman parte de una infancia repleta de vivencias en este querido pueblo de color verde que me brindó seguridad, alegrías, el sentido de la amistad y sobre todo libertad.
María Elizabeth Guglielmino |